miércoles, 29 de marzo de 2006

Un cadaver mutilado por la lepra

Además de sus coplillas,
tiene Saulo algunas veces
unas cosas que estremecen,
como aquesta hestoria antigua:




La lepra mutiló a aquél que, cadáver,
la peste abandonara en esa esquina
iluminada por una luz mortecina
que emitía la farola de mi calle.

Aún dudo si bajé a examinarle
reclamado por su mirada sin vida,
llamado por su boca sin encías
o urgido por su rostro horripilante.

Me aproximé para ver si aún vivía.
Hundidos en un rostro impenetrable,
sus ojos pareció que me seguían.

Los harapos le libraron del pillaje.
Calado, bajo aquella lluvia fría,
pasé largo rato sin tocarle.


La peste sobre Roma se cernía.
Cubrí mi rostro antes de inclinarme
a observar aquel cuerpo que horas antes
la vida por sus venas recorría.

Busqué su muñeca para tomarle
el pulso por si aún hallaba vida.
Sentí como su piel se desprendía
al rozar mi mano con su carne.

Aterrado salté mientras oía
un sonido desde su pecho escaparse.
Quizás un postrer hálito de vida,

Un estridente grito abominable,
que mis oídos hiriente percutía
chirriando en mi cabeza, insoportable.


Sentí cómo me desvanecía.
Mis venas vaciándose de sangre.
Todo el vello de mi cuerpo vi erizarse
a medida que en la oscuridad caía.

Pasados unos eternos instantes,
me desperté al sentir que me cogían
de una pierna y que el pie me retorcían
intentando de mis botas despojarme.

Con horror descubrí que no veía.
En vano intenté incorporarme.
Algún enorme peso lo impedía,

los brazos no podían ayudarme;
aunque intenté gritar nada se oía,
pues mi pecho no podía tomar aire.


Noté como un estremecimiento.
Con los ojos aún cegados por la sangre,
pude oír un sonido chirriante
y sentí iniciarse un brusco traqueteo.

Por efecto del extraño movimiento,
comenzó a moverse aquella masa infame
y mi testa comenzó a liberarse
del pesado lastre que me tenía preso.

Cuando pude, por fin, acostumbrarme
a la escasa luz de aquel lugar siniestro,
mi mirada comenzó a revelarme

el horror que ello encerraba: estaba siendo
trasladado en un carro por la calle
aplastado bajo el peso de los muertos.


Renové horrorizado mis lamentos
apresado por aquella masa horrenda,
a medida que cedía mi ceguera
pude percibir aquél cráneo siniestro:

De sus labios, aún el hedor del aliento
emanaba desde aquella boca abierta,
que dejaba caer en mi pechera
su saliva de un fluido gris e infecto.

Conseguí librar un brazo de su presa
en un último y desesperado esfuerzo,
golpeando a los difuntos con mis piernas.

Empujando, conseguí sacar mi pecho
arañando aquellas ropas harapientas
y sintiendo el crujido de sus huesos.


Intenté subir y alzarme vacilante
sobre aquella montaña de desechos
trepando sobre cráneos y esqueletos,
resbalando por la masa repugnante.

Salté de la carroza espeluznante
topando con mis huesos contra el suelo.
Siguió su senda el siniestro cortejo
perdiéndose en la noche en un instante.

Calado por la lluvia hasta los huesos,
descalzo, lívido y tambaleante
me oculté debajo de un alero.

Descansé a su abrigo unos instantes.
Escuchando aquel fatal cascabeleo
e impregnado de un hedor inenarrable.


Me encontraron siendo bien entrado el día,
Vagando enloquecido por las calles.
Sin rumbo y azotado por el aire,
Aullando como un lobo a su jauría.

Desde entonces, su sonido insoportable
insomne cada noche me visita.
Los muertos desde las sombras me incitan
Instalándose en mi cráneo, abominables .

Desde el fondo de sus cuencas vacías,
Ajenos a mi súplica implorante,
Sus inmutables ojos me vigilan.

Testigo del terror de aquel instante,
Recuerdo de siniestra alegoría,
Es mi cabello cano, oscuro antes.